La encontré esa tarde
de invierno donde la quietud era total, los rayos apenas tibios del sol se
filtraban entre las ramas desnudas de los plátanos de nuestra ciudad, esa
ciudad que cada día caminamos y desconocemos; Amalia, entre los naranjas y violáceos
del cielo me enseño otras formas de vivir la ciudad y mi vida famélica de
emociones.
Su secreto era
simple, buscaba algún caserón antiguo y abandonado, filtrándose a cubierto por
las sobras de la noche, llevando consigo un pequeño bolso.
Una vez dentro elegía el ambiente más amplio y si aun
permanecía algún mueble, ya sea mesa, sillas o sillón, mejor. Distribuía velas
por distintos rincones dándole una luz tenue, calida y vibrante ante las brisas
que recorrían la habitación. En el centro desplegaba una manta de pana color bordo;
se sentaba en ella con las piernas cruzadas y de su bolso sacaba un vino y una
copa; esta vez al estar yo con ella, ya estaba lista y tenía dos copas de
cuello bien estilizado y de un fino cristal.
Durante una semana
viví de noche, bailando la música del silencio, bebiendo el néctar de la vid y
recorriendo su cuerpo delgado, de rasgos firmes donde cada fibra es como la
piedra tallada por la mano sabia de un escultor. Al tercer día llego a unirse a
nosotros otra mujer de piel caoba y sonrisa afable. Así fue que sin mediar
palabras me vi inmerso en esos cuerpos; de día estaba Rocío con la cual volví a
un estado animal, donde nuestros cuerpos luchaban, retorcían, se fundían y resbalaban por el
ardor de un transpirar. Innumerables veces bese y bebí de su oscura piel,
apretando levemente sus pechos decorados por dos pequeños pezones oscuros. El frenesí
me agotaba y quedaba dormido entre sus largas piernas. Siempre despertaba solo,
cerca del atardecer, recostado sobre la manta; era recurrente en mi la idea de
que todo fuera solo un sueño. Así pasaba algunas horas, desnudo en medio de esa
sala que ya me era familiar y que sentía que era una extensión de mi alma.
Entrando la media noche llegaba ella,
con su bolso y rodeada por unos compases imaginarios brotando de su ser que me
recordaban a la música House. Desde la primera vez que vi a Amalia, cambio mi
vida y cada noche lo hacia mas notorio, con cada sesión donde frente a frente y
ante nuestra desnudez compartíamos un vino, nos abrazábamos lentamente,
haciendo que la percepción de los sentidos llegue al máximo cuando nuestros
labios apenas se rozaban; con ella el sexo era arte; su piel de un rosado blanquecino
era suave como el aire, senos pequeños, caderas amplias en su delgadez, su cabello
muy corto negro azabache; pero ante cualquier definición la mejor que uno podía
llegar a expresar era armonía.
Al llegar la séptima noche partíamos. -Ya no hay aquí nada que
nos pueda dar, ya tengo visto un nuevo hogar; la energía de este ya es nuestra-
decía. Recorrimos unas seis casas. Llegamos a la séptima, un inmenso caserón
neoclásico con dos grandes columnas dóricas, situado en los alrededores de Plaza Rocha; el
frente estaba decorado por un enrejado lleno de arabescos de pintura saltada de
un verde verones pálido; el jardín aun demostraba una grandeza lejana y unos
gatitos vagaban mirándonos desde las sombras abriendo sus grandes ojos que se
iluminaban con luciérnagas. La hiedra cubría paredes y casi todas las puertas y
ventanas, a un costado yacía un Dodge Valiant de 1961 como el fósil de un
dinosaurio cubierto de polvo haciendo indescifrable su color. Mis ideas y ojos
se perdían en los recovecos y sombras y estaba extasiado ante tanto por
descubrir hasta que su voz me trajo de vuelta – Eh! Despabila y sube por ahí-
me dijo desde una pequeña ventana en la planta alta señalándome los restos de
una pérgola camuflada por las plantas. Cuando logre ingresar todo ya estaba
listo, el gran living ya era iluminado por las velas, en el, dos de sus paredes
estaban recubiertas por bibliotecas que nacían en el suelo y llegaban hasta el
techo a los laterales había un sillón de tres cuerpos tapado por una sabana
blanca cual fantasma, enfrentándolo había un dresuar de hierro y mármol, sobre
este, un antiguo espejo Art Nouveau. Desde el centro con un leve gesto de su
mano me invito a unirme. Quite mis ropas y me senté sobre la pana frente a ella.
Una sonrisa broto por sus labios mientras de su bolso sacaba dos copas y una
botella – Esta es especial, esta es una noche especial- dijo cuando el sonido
del descorche llego. –Un Norton Malbec de 1974, un buen año... ya espero mucho
dentro de su frágil envase- No comprendí sus palabras, ¿que tenia de especial
un Norton? ¿Acaso eso que dijo del año 1974 se referiría a mi? Pues ese era mi
año de nacimiento. Por lo visto mi rostro expreso ese desconcierto, a lo que
agrego – Fue el primer vino etiquetado como varietal en Argentina, 700 cc. con corcho casi imposible de
sacar, esta vivo, tiene acidez en boca y fruta negra en nariz que le permite
exhibir un excelente potencial de envejecimiento – Sacudí levemente mi cabeza y
le sonreí; jamás creí que realmente supiera sobre vinos, pero si no sabia,
mentía muy bien y me gusto el juego de esas “coincidencias”. Fue sirviendo un
poco en cada copa, la luz de las velas de daba a el vino un juego de color rojo
con matices violáceos intenso y profundo. Durante mas de una hora bebimos en
silencio; al principio intente iniciar una conversación, pero con un sutil
gesto, acercando su dedo índice a sus labios me dio a entender que prefería que
no hablara, inmediatamente, traslado su dedo cerca de su oreja y levemente
inclino su cabeza; claramente quería que escuchara algo. Me fui concentrando
más en los sabores del vino en mi boca, como recorría mi garganta cuando lo
tragaba. Poco a poco el silencio que creía que nos envolvía se fue perdiendo,
los sonidos de la ciudad llegaban a mi, no como ruidos molestos, llegaban con
un ritmo sutil y muy delicado; el crepitar de las hojas arrastradas por una
brisa repentina recordaba al sonido del Hi-hat, este se fundía con el ladrido acompasado de un perro
vagabundo que era cono el vibrante sonido de un contrabajo, una bocina muy
lejana daba unos toque sutiles pero precisos como los de una vieja trompeta,
las risas de unos muchachos en la esquina eran los acordes de una guitarra. Si,
ahora lo oía muy claro, la ciudad por las noches se mese acunada por un hermoso
Blue’s.
Cuando termine mi copa y la deje a un lado, Amalia se
abalanzó sobre mi, estire mis piernas y deje que mi espalda quedara totalmente
recostada sobre la pana; en esos momentos era su esclavo, suavemente comenzó a
cabalgar, nuestra respiración de fue tornado agitada. Gire un poco mi cabeza y
nos vi reflejados en el viejo espejo Art Nouveau; mis ojos se quedaron clavados
en esa imagen, ella cabalgaba con mas fuerza y pasión, su piel parecía brillar,
a cada momento mas luminosa... ahí fue cuando note algo mas extraño, mi reflejo
perdía nitidez, como si fuera perdiendo esencia. Cuanto mas parecía brillar el
cuerpo de ella, mas se perdía el mío. Intente moverme, pero mi ser era muy
pesado y yo estaba demasiado cansado, por mas que lo intente no pude mover ni
un solo dedo. El brillo de su cuerpo inundo todo en un blanco impenetrable, la
música ya no estaba; la nada misma.
No se cuanto tiempo paso ya de esa noche, hoy soy una débil
sombra que recorre el viejo caserón. La poca esencia que dejo de mi se fundió a
la casa.
Escucho el ruido de maquinas, estruendos que hacen temblar
la casa y a mi, a nosotros. Una grieta grande me fracciona, parte del techo
cae, las dos grandes columnas dóricas caen, caigo, me desintegro en fragmentos cada vez mas
pequeños, me pisan y golpean sin fin. Una monstruosa pala amarilla carga mis
restos y los va arrojando a un ataúd de hierro oxidado y hediondo. En mis
últimos momentos de razón, las recuerdo, la reconozco, si, era una sola, ella y
su sombra. Era un vampiro de urbanidad, vivía de los despojos del abandono, yo
solo fui un nexo, por eso cuando no le fui útil también me devoro y mis
despojos se fundieron al viejo caserón neoclásico.
Ay mi ciudad! ya no recorreré sus diagonales, ni sentiré el
aroma de los tilos en flor.
Dejo de existir por ese capricho llamado progreso, con mi
muerte, como tantas otras muere un poco esta bella ciudad.